Menu

Fray Juan Bautista del Santísimo Sacramento
.

Pinceladas biográficas


La vida de nuestro Padre, Fr. Juan Bautista, se inscribe dentro de esa ingente y gloriosa floración de santos, fundadores, reformadores, teólogos, misioneros, ascetas y místicos del Siglo de Oro español.

Aunque Trento no consiguió el primer objetivo que se había trazado: la reconciliación con los protestantes-, sin embargo supuso un hito en la historia de la Iglesia universal: se inició una profunda reforma. Un intenso aliento de vida se hizo visible en la eclosión de nuevas fundaciones, hermandades, órdenes religiosas y reforma de las antiguas.

Huete fue su cuna. En esta histórica villa de la provincia de Cuenca nació Juan González Alcázar a primeros de julio -que del día exacto no se tiene constancia- de 1554. Dirigía el timón de la nave de San Pedro el Papa Julio III, era obispo de Cuenca Don Miguel Muñoz.

Juan era el cuarto de los cinco hijos tenidos por Juan González y Juliana Alcázar. Dos años después del nacimiento del pequeño Juan, murió el padre, quedando Juliana al frente de cinco huérfanos: Gerónimo, de catorce años; Cristóbal, con doce; María, de cuatro; dos tenía Juan y, a punto de nacer, Diego.

Terminados los estudios de Gramática, un impulso interior le empujó a seguir los pasos de sus dos hermanos mayores, ya mercedarios. La llamada de lo alto -exigente y clarificadora- se hizo sentir y Juan, a finales de 1571, se encaminó hacia la villa de Olmedo, en cuyo convento de la Merced su hermano Fray Cristóbal había sido nombrado Lector de Artes.

Generosamente fiel, Fray Juan Bautista no quería rupturas, nunca pretendió rupturas, ni siquiera tampoco, en el instante de la Reforma. Desde dentro, la Orden debía reformarse conforme a los decretos del Concilio tridentino, pero sin traumas, sin provocar discordias, desde la fraternidad y la más absoluta libertad evangélica. Dios iba cincelando su espíritu para afrontar un día la necesaria, profunda e inexcusable "Reformación" mercedaria.

Más allá del cariño fraternal hacia el hermano más pequeño, Fray Cristóbal empezaba a admirar aquella sencillez evangélica que emanaba de su persona y que atraía inmediatamente los corazones. En su rostro -pensó- estaba la razón de Dios.

Muy pronto, su vida ejemplar, tan alejada de las vanidades de este mundo, exenta de cualquier atisbo de ramplonería religiosa, entregada por entero a la oración y al ejercicio heroico de las virtudes, causó entre los conventuales no sólo admiración, sino, sobre todo, ansias de imitarle en el camino de la santidad.

Un día se sinceró de este modo: "Son muchos los religiosos de la Merced que, bajo el pretexto de encontrar mayor perfección en el sendero de la virtud, cambian su hábito por el de otras Ordenes ya reformadas. ¿No podrían remediarse estas mudanzas si, al fin, se llevase a cabo una auténtica Reforma dentro de la Orden de la Merced?". Porque -comenta Pedro San Cecilio- "la Orden estaba a la sazón tan discorde y enmarañada con pleitos sobre las elecciones de los Generales, que ni aun los sujetos más deseosos de Reformación tenían lugar para pensar en cosas de este género. A tanto llegó la inquietud que hasta el gobierno general se hubo de encargar, durante algunos años de sede vacante, a un sujeto de fuera" (Annales o.c., 233).

Y -son palabras de Pedro San Cecilio- "lo mismo era entrar este siervo de Dios en un convento que salir de él la tibieza e introducirse la devoción, el fervor, el recogimiento y todo lo bueno que generalmente se desea en personas religiosas" (Annales o.c., 238).

Varias son las versiones dadas sobre los motivos de Fray Juan para marchar hacia tierras de ultramar. "El deseo de convertir a aquellos infieles" -dice uno de los más cercanos-. "Pero lo que le movió sobre todo -dice otro- fue ver si podía introducir en aquellos reinos tan faltos de religiosos su ansiada Reforma, pues un religioso íntimo amigo suyo le escribió desde aquellas tierras que ningún lugar tan propicio para llevar a cabo su viejo deseo.

Fray Juan no fue a América en busca de oro ni de plata, sino a entregarse enteramente al servicio de unas gentes de "buenos naturales" -según expresión suya-. Pensaba que la reforma sería más fácil en el continente americano.

En Lima, ciudad de los reyes y con categoría de corte, quedó Fray Juan. Su nueva casa, el convento de Quito. Muy pronto, su vida ejemplar, tan alejada de las vanidades de este mundo, exenta de cualquier atisbo de ramplonería religiosa, entregada por entero a la oración y al ejercicio heroico de las virtudes, causó entre los conventuales no sólo admiración, sino, sobre todo, ansias de imitarle en el camino de la santidad. Y "cuando ya tuvo aficionados a los religiosos, sus hermanos, al trato de Dios y vida espiritual -anota Fray Pedro San Cecilio-, comunicó con ellos sus intentos en haber ido a aquellas partes; y todos enfervorizados, se ofrecieron a ayudarle en ello, y hacerle compañía" (Annales o.c., 241).

Lo suyo eran los pobres, sus indios del alma. Entre ellos, sí. Se sentía bien, como en la casa familiar. Ellos constituían su reino y heredad. Los fastos, la suntuosidad, las costumbres palaciegas, la feria de vanidades, le producían desconcierto y zozobra, incomodidad interior.

El deseo de Fray Juan Bautista era: "ver su Religión restituida a la estrechez de su principio y perfección en que la impuso nuestro glorioso fundador San Pedro Nolasco".

Es destinado a Madrid como sacristán de la Capilla de Nuestra Señora de los Remedios (Convento de Santa Bárbara), llamada "la catedral de la Corte", porque a ella acudían, en busca de una verdadera espiritualidad, las almas sedientas de perfección. En aquel recinto sagrado iba a nacer, por obra y gracia del venerable Fray Juan Bautista, la Descalcez mercedaria.

Quería una Reforma pacífica, sin ruptura, libremente aceptada por quienes se sintieran llamados y con capacidad de encarnarla en sus propias vidas.

Terminada la narración de su ansiada Reforma, el General Monroy, con los ojos sensiblemente humedecidos por la emoción, le despidió así: "Mi padre, no puedo dejar de decir lo que siento. Esta es sin duda la obra de Dios, y doy muchas gracias a su divina Majestad porque me ha puesto en ocasión de ayudarla y favorecerla. Yo prometo no faltar a ella. Vuestra reverencia, por su parte, pida estos días con mucha instancia a la Virgen nuestra Señora alcance de su santísimo Hijo que yo acierte en los medios que tomare para su ejecución.

Voces de conventuales corrieron la especie de que sí, que al General Maestro Monroy se le había aparecido nuestra Señora y le había transmitido que la voluntad de su Hijo era la de instituir la Reforma en la Orden.

Fray Juan se manifestó así, ante el General y la Condesa de Castellar, principal valedora de la reforma: "Si el intento de vuestra reverendísima es que esto permanezca, paréceme que el hábito sea de jerga o sayal, con prohibición absoluta de otra materia. La capa, media vara del suelo. La capilla, recogida y estrecha; uno y otro, al modo de los descalzos carmelitas. El calzado, sandalias de cáñamo, y en ningún modo de cuero. Zapatos, de ninguna manera".

Sólo faltaba cumplir el último requisito: el de presentarlas, para su aprobación, a los Superiores asistentes al Capítulo General, que iba a celebrarse a partir del 26 de abril en Guadalajara.

En Madrid se encontraban ya los seis primeros frailes dispuestos a descalzarse. A toda prisa la señora condesa de Castellar fue cortando y cosiendo con sus propias manos los nuevos hábitos, ayudada tan sólo por sus hijas, entre emociones y lágrimas. Como una madre privilegiada fue probando a cada uno de ellos su humilde vestimenta, tosca y penitencial. El día ocho de mayo, día de la aparición de san Miguel y fiesta de la Ascensión, era la fecha elegida.

El jueves 8 de mayo, día de la Ascensión, de 1603 cambiaron el hábito de Observantes a Descalzos: Fray Juan Bautista González, Fray Juan Maroto y Fray Luis de Escobar y, al día siguiente, Fray Miguel de Arribas, Fray Sebastián Guerra, y Fray Francisco Hortelano, diácono. Una nueva vida se abría para ellos y para la Orden. Hasta sus apellidos patronímicos quisieron dejar atrás, simbolizando primicia y "conversión interior", inicio y prístina pureza. He aquí sus viejos nombres: Fray Juan Bautista González, Fray Luis de Escobar, Fray Juan Maroto, Fray Miguel de Arribas, Fray Sebastián de la Guerra y Fray Francisco Hortelano. Y los nuevos: Fray Juan Bautista del Santísimo Sacramento, Fray Luis de Jesús María, Fray Juan de san José, Fray Miguel de las Llagas, Fray Sebastián de san José y Fray Francisco de la Madre de Dios.

¿Por qué, mientras llegaban las licencias del arzobispo de Sevilla y obispo de Cádiz para la fundación de los dos primeros conventos reformados, no empezaban a poner en práctica la vida recoleta en la villa de Ribas? Allí, distante unas dos leguas de Madrid, poseía una casa de campo que, adecentada y bien dispuesta, podía servir. El ofrecimiento estaba hecho, y los reformados así se lo hicieron saber al provincial y al padre Fray Cristóbal González, quienes no opusieron dificultad alguna, de modo que, al día siguiente viernes, tras comer con la señora condesa y sus hijos, salieron para Ribas en un carro que les facilitó al efecto.

Llegó a Sevilla el General, como había anunciado, y consigo portaba la licencia, remitida por la condesa, del Ordinario de Cádiz, para fundar el convento de la Almoraima. Para esta primera fundación, eligió como Comendador a Fray Juan Bautista, al que habrían de acompañar Fray Miguel de las Llagas, Fray García de san Juan y Fray Gonzalo de san Vicente. A los padres Fray Juan de san José y Fray Luis de Jesús María les confió el encargo de negociar la licencia para la fundación del convento de El Viso.

Con la bendición del General y el emocionado abrazo de sus compañeros se despedían los tres recoletos designados para la fundación del convento de la Almoraima. Era un 29 de septiembre, viernes, festividad de san Miguel Arcángel del año 1603.

Una noche descansaron en el convento de Jerez y de nuevo a caminar. El cuatro de octubre llegaban a la ermita de Nuestra Señora de los Reyes, que la condesa mandó construir en 1598 para que, en ella, pudieran cumplir con el precepto dominical de la santa misa los vaqueros, ganaderos y trabajadores del contorno, y le dio esta advocación de Nuestra Señora de los Reyes en acción de gracias por el nacimiento de uno de sus hijos.

Heroica resultó la vida de los primeros reformados en el desierto de la Almoraima. Escaseces, calamidades de todo tipo, lluvias pertinaces de las que no podían defenderse. ¿Cómo podían sobrevivir en aquellos tugurios? -se preguntaba el General-. Y cuando la adversidad crecía y los alimentos no llegaban, allí estaba Fray Juan poniendo serenidad con su ejemplo de vida. "¿Qué más queremos, si tenemos pan y uvas?" -les decía a los suyos-.

A la fundación del primer convento reformado en el desierto de la Almoraima, siguieron la de El Viso, y luego Ribas, Rota, Huelva y Santa Bárbara, en Madrid. En menos de un año había cuatro conventos reformados y un quinto -el de la Santa Vera Cruz- a punto de inaugurarse.

Y la Sede Apostólica confirmó solemnemente la recién iniciada Descalcez. Ocurrió así: El 27 de mayo del 1605 se celebró en el convento de Madrid el Capítulo General, llamado Intermedio, que, comisionado por el Papa Paulo V, lo presidió el nuncio en España. Pretendía Fray Alonso de Monroy, General de la Orden, confirmar los Estatutos del famoso Capítulo de Guadalajara, en el que se dio luz verde a la Reforma. Terminadas las sesiones capitulares, el General envió todos los Decretos a Roma con la finalidad de que, si eran acordes con las exigencias evangélicas, fueran ratificados solemnemente con la firma papal. Con fecha de 6 de agosto de 1607, tercer año del pontificado de Paulo V, llegó una Bula, extensa, perfectamente documentada desde el punto de vista histórico, en la que se reflejaban la importancia de la Orden de la Merced y sus ingentes servicios a la Iglesia. Y, refiriéndose concretamente, a la Reforma iniciada, podía leerse: "Además de esto, aprobamos también, y confirmamos para siempre, la Reforma nuevamente instituida por algunos píos y religiosos varones de dicha Orden, que amando vida más perfecta han fundado algunas casas, que se llaman Reformadas, o Recoletas, en las provincias de Castilla y Andalucía, donde debajo de algunas reglas de vida y costumbres más estrechas, viven apartados de cuidados seculares, conforme a las loables Constituciones de dicha Orden, comenzadas a observar por ellos más rigurosa y estrechamente, de que nuestro ánimo ha recibido no pequeña alegría en el Señor. Y con la misma autoridad, y bajo el mismo tenor, aprobamos y confirmamos también para siempre la erección de todas y cada una de las casas susodichas.

Asimismo, damos y concedemos licencia y facultad plena libre, perpetua y de todas maneras cumplida al General Maestro de dicha Orden que ahora es, o por tiempo fuere, para que en cualquier parte del mundo pueda lícita y libremente erigir y fundar casas e iglesias de dichos frailes Reformados, guardando en esta erección lo dispuesto por los sagrados Cánones".

Sí, el árbol de la Reforma implantada por Fray Juan Bautista del Santísimo Sacramento echaba raíces sólidas, y sus ramas se extendían fértiles por España, Europa y tierras de Ultramar. Sin embargo, él, ajeno a cualquier tipo de protagonismo, prefería los segundos planos. Ejerció como primer Comendador de la Descalcez en la Almoraima y, después, en el convento de Ribas y, por fin, en el de Santa Bárbara, de Madrid. Estuvo considerado como uno de los mayores místicos de su tiempo. Sobre su vida, heroicamente enraizada en las virtudes cristianas, escribieron y contaron maravillas cuantos con él convivieron en los inicios de la Descalcez: Era "un trasunto de Cristo nuestro Señor"; "su celda se convirtió en una continua escuela de oración"; "no fue amigo de oír nuevas, que no fuesen de ejemplo y edificación". Y aluden directamente al ejercicio en grado excelso de las virtudes teologales, adornadas por todo un cúmulo de otras virtudes más cercanas y visibles, como la santa simplicidad, su admirable discreción, la humildad y pureza de corazón, su cuasi infinita paciencia y mansedumbre, amén del absoluto despego de las cosas materiales. el día 5 de octubre, miércoles, de 1616, a las once de la noche, entregaba su alma a Dios en el convento de Santa Bárbara de Madrid. Era Pontífice Paulo V, rey de España el católico Felipe III y gobernaba la Orden Fray Francisco de Ribera. Su hija del alma, la venerable madre Marina de Jesús, se acercó pausada hasta aquel cuerpo sin vida, se arrodilló y visiblemente emocionada le besó su mano.

(Textos extraídos de la Biografía de nuestro Reformador, publicada en Madrid con motivo del IV Centenario de la Descalcez Mercedaria, abril de 2003).